Me doy un pellizco en el brazo y,
aunque poco, algo siento, y no sé si es a raíz de que la cabeza me da vueltas,
o de la congoja.
¿La cabeza? El problema es la
cabeza, que nunca se sabe cómo va a reaccionar. Había transcurrido el día como
un día cualquiera, pero como otro día al fin de cuentas, no sé en donde tenía
la cabeza para andar haciéndome perdonar sin razón alguna.
La primera línea me dio en el
hígado, diría yo, parecía que lanzaba gritos, y apenas comenzaba lo peor: una despedida
precipitada, un silencio de muerte, y de pronto una serenidad aplastante, como
si nada tuviera que ver conmigo, solo las ganas irresistibles de tomar café,
fuertísimo, eso sí.
No se trata ahora de recurrir al egocentrismo
implacable, pues resulta una solución muy fácil echarle toda la culpa al drama.
La culpa no ha sido mía, de eso estoy convencida, quizás por eso la feroz
actividad del café en mi estómago me devolvió la calma. ¿Y qué va a pasar?, todo directamente a la mierda.
Nunca pensé que tuviera esas dotes de prepotencia, aunque debo reconocer que le quedo esplendida la función sin guión, ni telón ante una situación abiertamente caótica, que a mi me llevo a casa despedida y agotada.
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