Cargados de un ligero equipaje bajo un cielo indiferente
abordamos la cazadora de descoloridos asientos, en los que dejamos caer por
inercia el cuerpo destilando aún olor a ciudad.
Tras horas vislumbramos como la península levantaba sus
brazos al vernos llegar, iluminándonos al anochecer con una luna pálida que se
borraba lentamente sobre árboles que atentos nos escuchaban, y tras el silencio
velaban el caer de nuestros parpados.

Quemando ansias con el golpe seco de unos dados
mentirosos al caer la tarde pasaban las horas, esperando un nuevo despertar
exaltados ante la majestuosidad del mar. Abordando una panga que nos esperaba
meciéndose en el mar, vimos como este acariciaba sus viejos maderos al romper
de las olas, exaltados y permisibles dejamos la brisa apoderarse de nuestra
mente hasta encallar entre mogos.
Más allá, en Boca Brava, la quietud de la marea parecía
estar esperándonos haciéndonos regresar con la pasividad de su oleaje a tierra,
y al caer la última noche con el carbón calcinándose en medio de la gula de un
grupo enloquecido el beber en medio del silencio apaciguaba el calor de los
labios, deleitados con los acordes de Venus, parafraseando a Sabina como canto
de cuna antes de ascender por el camino donde moría el cuerpo.
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