15/10/14

Doce años


Sabes que las cosas andan mal cuando sientes esa extraña opresión en el pecho. Y es entonces cuando despiertas, cuando decides mutilar los pensamientos irreverentes que van naciendo en contra de la realidad, cuando se hace más necesario el silencio, cuando las letras se convierten en terapia.
Ese duelo perpetuo autoimpuesto hace eco, más aún entrada la madrugada.
Cómo olvidar, cómo desahogarse, cómo desencadenar el alma de su agonía, cómo simplemente olvidarlo.

Han pasado doce años, doce años desde aquel primer día en que se cruzaron nuestros caminos. Han pasado doce años en los que no hemos sido más que amantes fortuitos. Recuerdo cada detalle, recuerdo el olor de su piel, el calor de sus manos, recuerdo su mirada imperante, sus pasos cansinos y todos sus vicios.  
Tan solo libros y notas vagaban en mi cabeza, tan solo versos de Benedetti, de Neruda, tan solo Cortázar, tan solo Gioconda Belli, tan solo los sonetos de amor impresos, tan solo los cuestionamientos filosóficos de  Friedrich Nietzsche. ¡Era feliz!
En aquellos días las faldas de manta y las viejas sandalias reflejaban un guarda ropa ligero, bolsos de tela que salvaguardaban libros y libretas; y unas manos siempre dispuestas a escribir.
Y llego él atropelladamente, así sin más.
Llego haciendo despertar sentimientos, opresiones inexplicables en el pecho. Llego dejando el roce de sus manos en mi espalda. Llego dejando cicatrices en mis labios; labios que solo aprendieron a besarle a él.
Contra todo pronóstico él llego.  
Y entonces me cuestiono, y lloro, y le reprocho a mi mente por ser tan débil y al corazón por su existencia.
Doce años.

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