Sabes que las
cosas andan mal cuando sientes esa extraña opresión en el pecho. Y es entonces
cuando despiertas, cuando decides mutilar los pensamientos irreverentes que van
naciendo en contra de la realidad, cuando se hace más necesario el silencio,
cuando las letras se convierten en terapia.
Ese duelo
perpetuo autoimpuesto hace eco, más aún entrada la madrugada.
Cómo
olvidar, cómo desahogarse, cómo desencadenar el alma de su agonía, cómo
simplemente olvidarlo.
Han pasado doce
años, doce años desde aquel primer día en que se cruzaron nuestros caminos. Han
pasado doce años en los que no hemos sido más que amantes fortuitos. Recuerdo cada
detalle, recuerdo el olor de su piel, el calor de sus manos, recuerdo su mirada
imperante, sus pasos cansinos y todos sus vicios.
Tan solo libros
y notas vagaban en mi cabeza, tan solo versos de Benedetti, de Neruda, tan solo
Cortázar, tan solo Gioconda Belli, tan solo los sonetos de amor impresos, tan
solo los cuestionamientos filosóficos de Friedrich
Nietzsche. ¡Era feliz!
En aquellos días
las faldas de manta y las viejas sandalias reflejaban un guarda ropa ligero,
bolsos de tela que salvaguardaban libros y libretas; y unas manos siempre
dispuestas a escribir.
Y llego él atropelladamente,
así sin más.
Llego haciendo
despertar sentimientos, opresiones inexplicables en el pecho. Llego dejando el
roce de sus manos en mi espalda. Llego dejando cicatrices en mis labios; labios
que solo aprendieron a besarle a él.
Contra todo pronóstico
él llego.
Y entonces me
cuestiono, y lloro, y le reprocho a mi mente por ser tan débil y al corazón por
su existencia.
Doce años.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario