Siempre
creo olvidarlo, por inercia mis piernas me conducen mes a mes hacia a
ese lánguido pasillo, que se ha adherido a mi sombra, al paso de mis
tacones.
Quizá, a paso
rápido -pienso, puedo escapar de allí.
Depósito en la caja desteñida la boleta blanca que trae consigo mi nombre completo, para
evitar confusiones.
El
parlante me avisa; mi cuerpo
se levanta, y mi mente se queda allí sentada, mientras abro la pesada
puerta y
reposo lo que queda de mí en ese viejo sillón, extiendo el brazo (una
semana el
izquierdo, la otra el derecho), la liga se enrolla por sí sola, mientras
él resbala un trozo de algodón sobre mi blanca piel, y sin darme cuenta
lo hace, uno, dos, tres,
cuatro… siete tubos.
Con tal destreza lo hace, o han
de ser los años que olvido esa sensación que punza, cuando la jeringa entra a adsorber
mi sangre, que no siento, no siento nada, ni las voces en mi cabeza, ni el estremecimiento de la piel.
Presionando
el brazo regreso por mi alma, la adhiero
a mi cuerpo y vuelvo por el lánguido pasillo al encuentro con la otra
parte que aún queda en mi. Regreso sin despertar, porque no se trata de
un sueño, es la realidad.
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